lunes, 20 de abril de 2009

Madrugada de un día cualquiera de un mes lluvioso

La tormenta nocturna se alejaba lentamente. Sonaba aún, monótono, taladrante y angustiante, el ruido de las últimas gotas de lluvia que, al caer, estallaban persistentemente contra el agua estancada en los desniveles del patio. El otrora estampido de los truenos resonaba en ecos cada vez más lejanos y el resplandor de los relámpagos se había convertido gradualmente en apenas efímeros destellos. La brisa, ligera, anunciaba el fresco con el alba.

Desde la ventana entreabierta se divisaban las todavía encendidas luces de la ciudad. Adolfo se había levantado, muy de temprano, perturbado por la estruendosa tormenta que, de pasar, no había culminado. Había perdido el sueño y aun con el pijama puesto y arrastrando las pantuflas, se dispuso a tomar un baño.

Después se vistió; regresó a la habitación y se apostó tras la ventana. El aroma del pan recién horneado llegaba a su ventana desde la panadería de la esquina. La brisa fría y húmeda y el trinar cansino de las aves, despertaron en él un deseo incontenible de remontar los pocos pasos que separaban su habitación de la cocina.

Caminó hacia ella sin casi hacer ruido alguno, pero ante la proximidad de la blanca y silente cripta de acerados cacharros y artefactos de la cocina un extraño escalofrió recorrió todo su cuerpo. Luego el escalofrío dejó paso a un horrible presentimiento que comenzó a perturbar sus sentidos, como si columbrase algo trágico y espantoso, esperando tras la puerta. Dudó unos segundos antes de abrirla pero sin saber cómo, giró el pomo lentamente, oteando en todas direcciones. En el interior todo parecía estar en su lugar. Pese a ello, el temor hizo presa de él… temor que segundos más tarde dejaría lugar a la más desquiciada desesperación. Abrió tantas veces como le fuera posible los gabinetes de la alacena; batió las portezuelas de la mesada y hasta llegó a escarbar, incrédulo, en los cajones de los cubiertos y la mantelería. Finalmente sacudió, pesaroso, la cabeza. Se desplomó, derrotado, sobre los fríos azulejos mientras su corazón latía tan fuertemente que amenazaba con partirle en dos el pecho. Lo peor que puede pasarle a un hombre, pasó.

No había ni un mísero grano de café.

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